MIGUELITO VIAJA AL POLO NORTE

     


    Esa noche Miguelito se quedó abrazado al libro de cuentos. Era tanto lo que le gustaba la historia del pequeño reno que salvó la Navidad con su reluciente nariz roja, que se durmió pensando en esa aventura maravillosa de ser el duendecillo que, en Nochebuena, acompañara a Santa Claus en su viaje alrededor del mundo. Pero, lo que no sabía Miguelito era que si se desea algo mucho, mucho, mucho, y si se hacen méritos y se trabaja por un sueño, este se puede hacer realidad. 

Mientras su respiración se hacía cada vez más profunda, ocurrió algo verdaderamente extraño e inesperado. Lo despertó un sonido en la sala. Se levantó sin hacer ruido y se asomó a la puerta del cuarto. Caminó de puntillas y de pronto vio… ¿Un reno? Sí, un reno… ¿Probabilidades de encontrar un reno en un país tropical? Ninguna. ¿Posibilidad de toparse con un reno en la sala de la casa? Eso es imposible. Conclusión, Miguelito soñaba. Y con esta certeza, no le extrañó que el reno le hablara y lo invitara a subir a su lomo para visitar la juguetería de Santa, en el Polo Norte. 

Aquel viaje fue como un suspiro, tal cual como son los sueños, en un abrir y cerrar de ojos vio el aviso que se parecía al poste de una barbería o a un bastón de caramelo. Había otros cuatro renos esperando a Rodolfo, el que llevaba a Miguelito, cada uno con un niño semidormido a cuestas. Se saludaron con un movimiento de cabeza. Eran Cometa, Bailarina, Saltarín y Brioso, según pudo leer en las placas que colgaban de sus cuellos. Pronto llegó Santa y ayudó a los niños a apearse para llevarlos a conocer a los duendes que todavía trabajaban afanosamente en hacer los últimos juguetes. 

Como son los imposibles, la casa del anciano era muy pequeña por fuera y por dentro era una inmensa e iluminada fábrica, con distintas estancias para los jugueteros que elaboraban muñecas, títeres y peluches; que cosían balones y pelotas hechas de cuero; que trabajaban la madera para hacer caballitos, cunas, mecedoras, bates y bastones; que materializaban los diseños de los inventores, desde triciclos y bicicletas, hasta robots y juegos electrónicos. Y Miguelito vio lo que quería para Noche Buena. Apenas lo estaba terminando de hacer el duende juguetero y pensó: “Eso es lo que yo quiero”.

Y, como son los sueños, Miguelito despertó en su cama. Su libro había caído al suelo y ya estaba amaneciendo. No notó nada extraño, excepto el silencio absoluto de la casa, pero pensó que aún era temprano. Llegó a la sala y frotándose los ojos miró hacia el arbolito que unos días antes habían adornado entre todos los miembros de su familia. Le pareció raro ver unas huellas mojadas que iban hasta el pino navideño, pero lo que le hizo abrir los ojos con gran sorpresa, fue ver un pequeño paquete que decía claramente su nombre y tenía la marca “Hecho en el Polo Norte”. 

Cuando se despertaron los de la casa y él les contó su historia, nadie dudó que se trataba de un sueño, incluso pensaron que Miguelito debía dejar de ver tantas películas extranjeras porque estaba olvidando sus raíces y se estaba creyendo esas historias de Santa Claus y el Polo Norte. Pero Miguelito pensó que no importaba de qué nacionalidad o de qué cultura era aquel señor de gran barriga, y si la juguetería quedaba aquí o allá o acullá. Lo importante era que los niños tuvieran derecho a soñar, a imaginar y a crecer con una ilusión en sus vidas. Como nadie le creyó su aventura, Miguelito no les mostró aquel obsequio, el que contenía la prueba de que la juguetería del Polo Norte, sí existía.


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