Desde el pasado
Tenía no más de nueve o diez años cuando una pedrada le dio un atisbo de
otra vida, de otra historia. Desde muy pequeña había estado en la
miseria, en lo harapiento y en el olvido. Cuando preguntaba por su madre, sus
hermanos miraban para otra parte –lo más probable era porque tampoco sabían la
verdad sobre su paradero– y su padre lanzaba unos cuantos manotazos al aire,
diciendo, en un dialecto que ella no entendía por la falta de uso y de
costumbre, unas cuantas frases que quizás fuesen explicaciones, pero,
invariablemente, terminaban en un sollozo quedo, con las manos sobre el rostro,
los codos sobre las rodillas, la humanidad derrotada sobre una silla de madera
vieja y maltratada. Luego, su viejo se iba y solo volvía después de muchas
horas, siempre bebido, con la ropa más harapienta que antes, con los ojos
enrojecidos por el alcohol, por la ira, por la desgracia y por la brutalidad.
Los muchachos aprendieron a escaparse de la casa desde temprano. Cuando
eran más pequeños se quedaban como ella, esperándolo, pero él volvía lanzando
gritos y puños que los niños no entendían y, al principio, no esquivaban. Pero,
los golpes enseñan más de lo que uno quisiera. Así los muchachos se hicieron a
la calle y se hicieron en la calle. Poco después vino lo peor. Ni en la calle
encontraron la paz deseada. Los granujas del pueblo los perseguían, los
acosaban, los maldecían y les gritaban acusaciones confusas para ellos.
Pasábamos
hambre… Mucha… Pero nunca se nos habría ocurrido abrir una tumba para comernos
al muerto… Después supe que mi padre y mis hermanos sí abrían las tumbas para
robarles las pertenencias a los que acababan de enterrar, y me dio escalofríos
pensar que todo ese tiempo, los vestidos que nunca me quedaban era porque pertenecían
a una muerta…
Mi padre
nunca me había golpeado, ni siquiera lo había intentado… Tampoco nunca me había
abrazado, ni me había peinado, ni me había besado… Sin embargo, yo sabía que me
amaba profundamente. Estaba segura de eso… Los muchachos eran los que me vestían,
los que me peinaban, y, cuando era más pequeña, me bañaban. Pero, si ellos no hacían
nada de eso para sí mismos, cómo lo iban a hacer para mí. Y pronto, cuando mi
padre dejó de ordenarles mi aseo, y vigilar que lo hicieran, dejaron esa
obligación para siempre.
A veces mi
padre traía algo bueno para comer: unos pollos, unos conejos, un día hasta un
venado, y comimos hasta hartarnos… La mayoría de las veces pasábamos días sin
comer… Ese día mi padre prometió venir con buenas presas.
Salimos a
jugar entre las tumbas. A mi me gustaba mirar las lápidas y tratar de adivinar
lo que querían decir aquellas letras puestas en fila, una tras otra… Solo entendía
la cruz, porque era lo único que me habían enseñado a reconocer… De pronto
escuché una gritería. Mis hermanos me decían que me escondiera y que me
mantuviera agachada… Algo pasó zumbando cerca
de mi oreja derecha… Mis hermanos lanzaban piedras hacia la nada… Ya había
caído la tarde… Escuché a alguien decir que mi padre había sido arrestado por ladrón
de gallinas… Uno de mis hermanos se levantó entre la sorpresa y la indignación…
Le dieron de lleno en un hombro y cayó tendido sobre una lápida, gritando de
dolor… Mi otro hermano siguió lanzando piedras con furia… Yo no me atrevía ni a
respirar. Me volví y vi mi casa a unos cuantos pasos… pensé en correr hacia
ella y entonces escuché un grito de dolor de un “enemigo” entre los matorrales…
Me levanté y corrí despavorida hasta que sentí un golpe seco y un dolor intenso
en la cabeza. Me caí como una muñeca de trapo al suelo polvoriento. Alguien corrió
hacia mí y empecé a llorar con mi mano puesta sobre la herida sangrante… Levanté
la mirada y sentí horror… Era un muchacho más grande que yo, con las manos
llenas de piedras y creí que me las lanzaría… Las dejó caer y se arrodilló a mi
lado… Yo aún creía que me golpearía… No podía entender aquel odio que percibía
en las miradas de las personas cuando íbamos al pueblo o a la iglesia… Mi padre
decía que era porque odiaban a los pelirrojos… Yo creo que era porque se daban
cuenta de que llevábamos la ropa de sus muertos encima… El muchacho rompió su
camisa para limpiarme la sangre de la frente y el rostro… Yo seguía llorando
desconsolada porque entonces me di cuenta de que mi miseria era aún mayor de lo
que yo creía y entendía. Era miserable y pensé que nunca más saldría de esa angustia
de saberme menos que nadie, menos que nada…
El muchacho
me preguntó mi nombre y le dije “Mafalda”, pero era un “Mafalda” que ni siquiera me sonaba
porque nadie me preguntaba jamás mi nombre. Que aquel extraño se
ocupara de mí por tan breves momentos me abrió una ventana hacia un sentimiento
extraño, nunca antes sentido… Me limpió las lágrimas y con cuidado, me
ayudó a levantarme y me dijo su nombre: José Rafael...
Terminó la pelea.
Mis hermanos volvieron a la casa llenos de sangre y polvo. Nos acostamos con el
miedo de la incertidumbre. Al día siguiente vinieron por nosotros. Una señora
nos llevó hasta una oficina y nos hizo una serie de preguntas que ninguno de
nosotros pudo responder. No sabía que tenía tías… Apareció una mujer de ojos
claros, como los míos, y nos llevó de allí… de la oficina, de la casa, del pueblo…
A mis hermanos y a mí nos costó acostumbrarnos a otros niños, nuestros primos;
acostumbrarnos a una tía que nos contaba quién había sido nuestra madre y en
dónde estaba; acomodarnos a una nueva casa, a otro país y a otras costumbres... De no haber
sido por esa tía no hubiéramos sobrevivido al sobrenombre de “comemuertos”, ni
a las pedradas de los muchachos del pueblo…
Nunca más
volví a ver al chico que esa noche me dio esa muestra de piedad, que puede
parecerse tanto al cariño. Años después leí un relato en un libro que me llegó
de regalo desde Venezuela… Hacía mucho que no usaba el español, pero hice un esfuerzo y
me vi reflejada, tal cual, en aquel relato breve y grotesco…
Ya soy una
anciana y mucho se me escapa de aquella infancia de olvido y pobreza… Sin
embargo, aún siento el cosquilleo en la piel, de aquella primera caricia en mi
rostro…
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