El amigo secreto

 


Todos sabían que Santiago, Diego y Romeo eran amigos desde hacía mucho tiempo. Esto era así porque estudiaban en la misma escuela desde muy pequeñitos, eran vecinos de la misma calle y sus familias se habían hecho muy amigas con los años. Pero, siempre hay circunstancias que hacen que las cosas cambien. Y eso fue lo que pasó: ni Santiago ni Romeo regresaron a Caracas después de las vacaciones. Así que Diego volvió al colegio sin sus amigos de siempre. Pocos meses después del inicio de clases ya había hecho grupo con otros chicos del salón: Otto, Rodrigo y Miguel, con los que ya tenía estudiando varios años también, desde la primaria. 

Este año debíamos trabajar por proyectos y cada mes nos planteaban uno para ser diseñado y producido por todo el salón. El trabajo esta vez sería “Nuestro diciembre”: deberíamos investigar por equipos acerca de las tradiciones navideñas en occidente, en oriente, en los llanos, en la zona central y en la capital; asimismo deberíamos ambientar el salón para concursar por el más creativo y más tradicional. Por supuesto deberíamos hacer nuestra exposición para toda la comunidad educativa, incluyendo los vecinos del plantel. Y aún más, este año concursaríamos con otros 20 colegios de la zona, como una propuesta de la alcaldía. Todo esto nos animó mucho. A Miguel se le ocurrió que el salón se convirtiera en una especie de mirador y que todas las paredes mostraran una panorámica de cómo se veía la ciudad en las noches de diciembre. Y así a cada uno le tocó pintar una parte de la ciudad de Caracas: Plaza Venezuela, Chacao, la autopista a la altura del CCCT, la Av. Bolívar, la Av. Libertador, Altamira… La idea era pintar estampas de la celebración navideña y hacer un gran mural, pero todo debía encajar perfectamente. Me tocó pintar la cruz del Ávila.

A Otto, más preocupado por la parte culinaria, se le ocurrió que hiciéramos una mesa navideña en la que mostráramos los platos típicos en esta época del año: hallacas, pernil, pan de jamón, turrones, mazapanes, torta negra, ensalada de gallina, dulce de lechosa y todas las exquisiteces que por este mes se brindaba a los comensales, incluyendo la "leche de burra" que la maestra vio con malos ojos desde el comienzo de la propuesta. 

Yo opiné hacer algo que era una tradición en mi familia: el juego del amigo secreto. En un principio algunos pensaron que no podrían participar porque no tenían dinero para comprar un regalo a la persona que le tocara. Alguien dijo que no jugaría porque había gente del salón que no le caía bien. Pero la maestra aprobó la idea, afinándola aún más: la meta era no permitir que te descubrieran sino hasta el final. Debías dejar regalos simbólicos a tu amigo o amiga, que no tuvieran prácticamente costo, pero sí valor emotivo: notas, dibujos, objetos hechos por ti o incluso golosinas caseras. Debías hacerlo al menos tres veces por semana, no menos, y podías dejar obsequios más veces por semana, si lo deseabas. Uno de los objetivos sería unir más al grupo, que se conocieran mejor todos, y no permitir la discriminación ni por sexo ni por religión, ni por diferencias de ningún tipo. Cada uno hizo el papelito con su nombre. Lo colocamos en una bolsa. La maestra los mezcló y luego cada uno tomó el suyo. Por si acaso alguien jugaba sucio, la maestra tomó nota del amigo secreto de cada quién y archivó aquella especie de acta de compromiso.

Me tocó Jonathan. Este sí que era un chico muy extraño: alto y delgado, sin embargo no era capaz de jugar básquet con nosotros. Era muy torpe y solía chocar contra varios pupitres antes de llegar al suyo, al fondo del salón. Él había sido el que dijo que no jugaría porque había gente del salón que no le caía. Era una empresa complicada. Decidí hacer uso de mi creatividad y el primer día le dejé la concha de un caracol de mi colección y una nota retándolo: “A que no me atrapas”. Jonathan miró a todas partes y lanzó una risotada. Había picado el anzuelo. Los siguientes días dejé los objetos más disímiles. Las notas las mandé a hacer con mis hermanas o con mis amigos para que las letras fueran siempre distintas. Le dejé chistes, frases motivacionales y un día, una invitación a jugar básquet con el equipo (previo permiso de los demás jugadores). Poco a poco Jonathan se fue integrando. En los 20 días que estuvimos jugando al amigo secreto, todos notamos un cambio en él. Le había tocado una chica, Corina, y todos nos dimos cuenta de que ella le gustaba. Antes del juego solía empujarla, molestarla, a veces le ponía apodos odiosos como Corrina; pero con este juego empezó a escribirle poemas, dejarle galletas o frutas, y un día le dejó un chocolate. Corina estaba curiosa de saber quién sería aquel galán…

Llegó el día de develar quién era nuestro amigo secreto. Otto fue descubierto el primer día del juego. No era nada discreto. A casi todos los habían descubierto, menos a Miguel, a Rodrigo, a Jonathan ni a mí. Jonathan sudaba nervioso. Escogió como regalo final una rosa para Corina. Estaba perdido… Había aprendido a conocer a Jonathan y, con las prácticas de básquet, él había mejorado su puntería al encestar. De regalo yo le llevaba una franela del equipo, era la membresía de nuestro grupo. 

Momento de la verdad: le tocó el turno a Jonathan. Todos temblábamos. Si Corina recibía mal aquella rosa nuestro trabajo con la autoestima de Jonathan se iría al foso. Se acercó a ella con la flor. Corina se había sonrojado. La maestra nos miraba como diciendo: “el que se ría tiene una citación para el representante”. Jonathan alargó la rosa y Corina extendió la mano para tomarla, dándole las gracias tímidamente. El regresó a su silla temblando como una hoja. 

Corina ya había entregado su regalo así que se cortaba el juego. Gracias a Dios le tocó el turno a Rodrigo y se distrajo la atención. Le dio su regalo a Otto, por supuesto algo de comer, lo que este recibió con gran alegría. Otto le regalaba a Miguel. Adivinen… Pues sí, algo de comer. Luego Miguel se acercó a Celeste, la nueva, y todos quedamos sorprendidos cuando le dio un beso en la mejilla diciéndole: “Te invito a comer helado este viernes en la tarde”, entonces supimos que teníamos a otro perdido en el salón… Nuevamente se había cortado el juego. Solo restaba yo. Fui hasta Jonathan y le entregué la franela del equipo. Demasiado emocionado, Jonathan no solo la aceptó sino que me dio el abrazo propio de los jugadores: hombro contra hombro y palmada sonora en la espalda. 

La maestra opinó que todos habíamos logrado el objetivo de unir más al salón y de hacer un grupo más solidario y humano, habíamos entendido el valor del mes: amar al prójimo como a nosotros mismos.


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