El sonido de las sirenas

Las siete y media. Miro a un lado. Héctor bosteza y yo lo imito sin querer. Miro al otro lado. Diana enrolla en su dedo un rizo teñido de negro azuloso. Ella me mira de reojo. No me cae bien. Es una lambiscona. 
Trato de concentrarme en lo que dice Aurora: “Los dioses de la antigüedad grecorromana, eran seres míticos, maravillosos. Poseedores de poderes que los hacían superiores a los mortales (los hombres). Se asemejaban a estos en sus pasiones, en su tendencia a querer cumplir sus caprichos...” 


A esta altura de la exposición ya estaba a punto de quedarme dormido. No entendía por qué tenía una materia tan pesada tan temprano en la mañana. Mi cuerpo se fue resbalando en el pupitre y pronto me sentí sumergido en una sensación de pesadez, de somnolencia total. 
La voz de Aurora se convirtió en un arrullo lejano. No supe cuándo Héctor me lanzó un manotazo que me hizo saltar. Sin embargo, sentí que algo grande había pasado en ese segundo en el que me quedé dormido. Miré a Héctor con rostro perdido... Ya no era él ¿o sí lo era? No comprendí nada en el momento. Solo sentí nuevamente un manotón, esta vez en la espalda. Era un golpe extraño. Instintivamente miré hacia atrás, pero no podía moverme. Percibí, de pronto, que me encontraba amarrado fuertemente. Traté de concentrarme para entender lo que me estaba ocurriendo.
Estaba solo. Sentía que me salpicaba el agua en la cara. ¿En dónde estaba?
La oscuridad me rodeaba, además de una humedad salada. Sentía entumecidos los miembros y un lacerante dolor en mis manos y tobillos atados con cuerdas muy apretadas. Empecé a escuchar un sonido lejano, una especie de susurro. Cada vez llegaba a mí con mayor claridad. Ya me parecía que se trataba de voces, ya que eran bufidos. En realidad se me figuraba que era una especie de rezo monótono, pero al mismo tiempo como desordenado. Ahora se me asemejaba, más que a una letanía, a una canción que llovía en mi cabeza. Me parecía que estaba enloqueciendo. ¿Cómo podía estar la canción en mi mente? Sentí que la cabeza me iba a estallar. ¿Por qué esas mujeres Las siete y media. Miro a un lado. Héctor bosteza y yo lo imito sin querer. Miro al otro lado. Diana enrolla en su dedo un rizo teñido de negro azuloso. Ella me mira de reojo. No me cae bien. Es una lambiscona. 
Trato de concentrarme en lo que dice Aurora: “Los dioses de la antigüedad grecorromana, eran seres míticos, maravillosos. Poseedores de poderes que los hacían superiores a los mortales (los hombres). Se asemejaban a éstos en sus pasiones, en su tendencia a querer cumplir sus caprichos...” A esta altura de la exposición ya estaba a punto de quedarme dormido. No entendía por qué tenía una materia tan pesada tan temprano en la mañana. Mi cuerpo se fue resbalando en el pupitre y pronto me sentí sumergido en una sensación de pesadez, de somnolencia total. La voz de Aurora se convirtió en un arrullo lejano. No supe cuándo Héctor me lanzó un manotazo que me hizo sobresaltar. Sin embargo, sentí que algo grande había pasado en ese segundo en el que me quedé dormido.
Miré a Héctor con rostro perdido. Ya no era él ¿o sí lo era? No comprendí nada en el momento. Sólo sentí nuevamente la manotada, esta vez en la espalda. En realidad no era un manotazo. Era un golpe extraño. Instintivamente miré hacia atrás, pero no podía moverme. Percibí, de pronto, que me encontraba amarrado fuertemente. Traté de concentrarme para entender lo que me estaba ocurriendo.
Estaba solo. Sentía que me salpicaba el agua en la cara. ¿En dónde estaba?
La oscuridad me rodeaba. Además de la humedad y el dolor en mis manos y tobillos atados con cuerdas muy apretadas, escuchaba un sonido lejano, una especie de susurro. Cada vez lo oía con mayor claridad. Ya me parecía que se trataba de voces. En realidad se me figuraba que era una especie de rezo monótono, pero al mismo tiempo como desordenado. Ahora se me asemejaba, más que a una letanía,  a una canción que llovía en mi cabeza. Me parecía que estaba enloqueciendo. ¿Cómo podía estar la canción en mi mente? Sentí que la cabeza me iba a estallar. ¿Por qué esas mujeres ululantes no se callaban de una vez?
Era ensordecedor y terrible aquel ruido. Quería soltarme, arrancar de cuajo mis brazos y mis pies y lanzarme a eso que suponía era el mar. Reconocí mi nombre entre los gritos. Sentí pánico. Mi corazón latía con fuerza y parecía querer salirse de mi pecho. Ahora las salpicaduras eran tan frecuentes y tan violentas, que me lastimaban la piel de la cara, de los brazos, de las piernas. Me di cuenta de que tenía solo un taparrabo. El agua se me metía en los ojos, en la nariz, en los oídos, en la boca. Hasta ahora no había podido gritar. Solo gemía y respiraba con fuerza para no ahogarme. Sentí que los oídos me querían estallar.
Entonces vi la primera: tenía el cabello enmarañado. Parecía que tenía tentáculos en vez de cabellos. ¿O eran algas? Su mirada me crispó el alma. Grité en el paroxismo del terror. Su boca estaba apenas abierta, pero de allí salía todo aquel espanto que me llamaba a lanzarme al mar. Su piel era de un extraño color arena. Sus pechos eran dos montículos lisos y pequeños, sin conchas marinas ni copas de colores. Su cola de pez era como la plata, gigantesca, y se movía como si fuera una serpiente.
Me llamó por mi nombre:
-        ¡Ulises!
Y yo lancé un grito que retumbó en el océano porque me di cuenta de que nada de lo que había visto y oído antes era cierto, todo había sido solo un sueño mientras mis hombres me amarraban al mástil para que no me despeñara contra las rocas, cuando escuchara a las sirenas llamarme. 

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