El Mapa del Tesoro

El punto de encuentro, como cada tarde, el parque, lejos de los niños más pequeños que corrían y gritaban. Ellos eran chicos serios que hablarían de cosas serias.
Santiago habló primero: “Nada que hacer, muchachos. Mis padres ya decidieron que las vacaciones las pasaré en casa de mis tíos en Casanay”.
Romeo se removió en el asiento de concreto. Se notaba que la noticia le causaba alguna incomodidad, pero después de un breve silencio lo dijo: “Tampoco estaré aquí durante las vacaciones. Me mandarán donde mis abuelos, en Táriba”.
Diego volteó el rostro visiblemente contrariado. ¿Y ahora él? ¿Qué haría en esas vacaciones en Caracas, si sus amigos, sus compañeros de clases y de juegos, sus “socios” en las aventuras, se iban a lugares tan distantes?
Habían hecho planes para comenzar a salir solos por la ciudad. Habían hablado de sacar de sus escondites los ahorros de los dos últimos meses -que habían amasado dejando de comer la merienda en el colegio- para usarlos en sus expediciones de muchachos mayores (¡Por fin!). Barajaron algunos nombres de sitios más cercanos y otros más lejanos, sitios a donde alguna vez los habían llevado sus padres o las excursiones escolares: el parque Los Chorros, el Museo de los Niños, el teleférico Waraira Repano, el CCCT o el Sambil… Y, si lograban administrarse bien y reunían suficiente valentía, podrían llegar hasta La Guaira o hasta La Colonia Tovar.
La ciudad se les convertía en un mapa del tesoro lleno de parques, museos, centros comerciales, lugares históricos y sitios turísticos, que ellos representarían en el papel con trazos básicos, caminos punteados que siempre llevarían a la cuadra en donde vivían, y el tesoro, al final, sería haber logrado la hazaña de recorrer la ciudad solos, por primera vez -y contando con que esta no sería la última, porque ya pronto cumplirían 14 años-.
Todos estos planes se caían si Romeo y Santiago no iban a estar. No era lo mismo pedirles permiso a los padres para salir con ellos, con los que venía estudiando desde el kínder, con los que sus padres habían conversado miles de veces, que hacerlo para salir él solo… Nada. El plan se había caído.
La despedida esta vez fue un poco triste. Al día siguiente Romeo salía rumbo al Táchira y dos días después, Santiago para Sucre. Diego pasó la noche pensando en qué iba a hacer durante esos dos meses de vacaciones, sin amigos, encerrado en casa, acompañando a su mamá a hacer las compras…
En la mañana se levantó ya aburrido, preparado para un día de televisión y de ir al parque sin sus compañeros de ocurrencias. Su padre lo miró de reojo y fingió no reírse de aquella actitud enfurruñada. Tomando un café le dijo pasito: “Campeón, tienes que hacer tu maleta esta tarde. Mañana salimos para una hacienda que queda en la sabana. Vas a pasar tus vacaciones aprendiendo a montar caballo, bañándote en el río y pescando.”
La sonrisa de Diego se salía de su rostro. No lo podía creer. Era la primera vez que lo mandaban a un campamento solo, mucho menos tan lejos de Caracas. Era un gigantesco voto de confianza y él debía demostrar que estaba preparado para ser responsable, cuidar de sí mismo y de sus cosas, y aprender todo lo que pudiera en esa nueva e inesperada aventura.

Después de todo era un mapa distinto, pero el tesoro era igual de bueno.

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