La niña de las flores en el cabello

El tiempo había pasado con gran rapidez. Apenas hacía unos días que me despedía de mamá y de la abuela, para partir al campamento en una hacienda y ya hoy el despertador me levantó de un brinco, de la cama.


Fue un amanecer problemático: al ponerme los pantalones resultó que me quedaban sobre los tobillos. Mi mamá se apuró en bajarle el dobladillo, pero me fastidiaba comenzar el primer día ya con la marca del ruedo descosido, y lo peor, los pantalones estaban sin estrenar. Pero nada iba a opacar mi emoción. Hoy era el primer día de sexto grado. Era mi último año con camisa blanca.


Después del apuro del desayuno y de subir al carro para llegar a tiempo al cole, lo demás fue un poco más fácil: reencontrarme con los amigos y contarnos las aventuras vacacionales, hacer planes para ese día y recordar que por fin sería nuestro turno de graduarnos, reírnos de cualquier cosa y ponernos serios cuando vimos que ya nuestra maestra nos ordenaba para entrar al salón.


Me senté, como siempre, en el medio del aula, tercera fila, cuarto puesto. Saqué cuaderno y lápiz, y de pronto la vi: sexta fila, tercer puesto. Era la alumna nueva. Mucho cabello, largo y ondulado, de color marrón rojizo y brillante. No sé por qué me quedé mirando tanto tiempo su perfil de nariz respingona y ojos almendrados.


Mi amigo Otto se acercó a mi puesto, me habló, pero no supe qué me dijo. La maestra llegó al aula y se dispuso a borrar la pizarra para iniciar la clase. Todos se sentaron e hicieron silencio, pero yo seguía mirando el perfil de la niña nueva. Otto, que estaba sentado detrás de mí, me dio un leve empujón. La maestra había dicho mi nombre y yo no había contestado. En ese mínimo instante, la nueva se volvió a observarme y nuestras miradas se encontraron, y por primera vez sentí un incendio en mi rostro y torpemente dije: - ¡Presente! - mirando hacia mi cuaderno y pensando: “¿Qué me pasa?”. El resto de la clase estuve evitando mirar hacia mi lado derecho, para no volverme a encontrar con los ojos de la nueva.


Por fin llegó el receso. Mis padres decidieron que este año debía aprender a usar el dinero, así que establecieron una mesada y de mi cuenta correría usarla hasta la siguiente cuota. Mi primera compra en la cantina escolar fue un jugo de naranja. Otto y yo nos dirigimos hasta nuestro acostumbrado lugar en el patio de recreo, justo debajo de un árbol frondoso, el lugar más sombreado y fresco de todo el colegio. Y allí estaba ella, sentada leyendo un libro. No supe qué hacer nuevamente. En mi mente pensaba: “Ese es nuestro lugar. Todo el mundo lo sabe”. Y por otro lado la razón me decía: “Sí, pero ella es nueva y no tiene por qué saberlo, y además, ella llegó primero”. Junto con Otto, tres chicos más tenían el privilegio de sentarse bajo el árbol: Diego, Andrés y Rodrigo. Hablábamos de todo: de lo que hicimos el fin de semana o, en este caso, en las vacaciones, de nuestro equipo de básquet, de los encuentros que tendríamos en el año, de que volveríamos a ganar la liga escolar, ahora con más razón porque éramos los más grandes, en fin, de todo… A veces hablábamos de las niñas, pero no era un tema común y siempre era para reírnos de la bobería de alguna o de la apariencia descuidada de otra.


Ahora tenía un problema encima, porque los otros chicos me miraban esperando a ver qué iba a hacer yo. Sin saber cómo y con una naturalidad que me sorprendió a mí mismo, estiré mi mano hacia la niña y me presenté:


- Hola, soy Miguel. ¿Te importa si nos sentamos bajo el árbol y compartimos su sombra?


Y sin esperar su respuesta, me senté a su lado:


- ¿Qué estás leyendo?


- “El médico de los muertos”. ¿Lo conoces?


- No. No sabía que los muertos podían tener un médico…


Otto y los otros me miraron asombrados, pero rápidamente se sentaron a nuestro alrededor.


- Ja ja ja - Rio suavemente - No, incluso el doctor está muerto. Todos los personajes están en un cementerio.


- ¿Te gustan las historias de terror? - Dije, para iniciar una conversación en algo de lo que yo sí supiera, porque nada sabía sobre medicina ni sobre literatura.


- Sí, mucho.


Ya esta chica comenzaba a caerme de maravilla.


- Pues yo me sé varias historias terroríficas.


Y comenzamos un contrapunteo de historias que nos habían contado nuestros abuelos y con las que nos espantaban el sueño, dejándonos pasar la noche en vela: la Sayona, la Llorona, el Silbón, la burra maniá, el jinete sin cabeza, el espanto de marque aquí y hasta Florentino y el diablo, fueron parte de una serie de narraciones que empezamos a contar haciendo mímicas y onomatopeyas para hacer nuestros relatos más vívidos y creíbles. El grupo bajo el árbol se fue agrandando y todos reían o chillaban según la historia que se estuviera contando. Hasta la maestra, que se acercó a pedirnos que no hiciéramos tanto escándalo, se quedó escuchando la leyenda que yo conté, la del espanto de La Chigüira…


Sonó el timbre que indicaba el final del receso. Todos nos levantamos y la última fue la niña nueva. Yo le ofrecí mi mano para ayudarla a ponerse en pie, y ella la tomó suavemente. Del árbol, inesperadamente, cayó una lluviecita de flores azulosas y su cabello se llenó de ellas.


- Mi nombre es Zulay y te doy las gracias por este primer día de colegio.


Julio, 2017

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